Tributo a la creadora de mundos oscuros, llenos de esperanza y tristeza.
Flora Alejandra Pizarnik nació en Avellaneda el 29 de Abril de 1936 en el seno de una familia de inmigrantes ucraniano-judíos, provenientes de la ciudad de Ucrania, que perdió su apellido original, Pozharnik, al instalarse en Argentina.
La infancia de Pizarnik fue difícil, y más adelante la poeta utilizará estos acontecimientos familiares para conformar su figura poética. Cristina Piña9 expone dos grietas importantes que marcaron la vida de la poeta: la constante comparación con la hermana mayor propiciada por su madre, que aumentaba sus problemas de autoestima, y la condición extranjera de la familia, de origen ruso. La sombra del nazismo y la Segunda Guerra Mundial eran constantes entre los padres de Pizarnik, lo que «ensombreció» su infancia y la de su hermana.
Durante su juventud comienza a descubrirse como un ser distinto, integrando así en su carácter caótico e inestable la necesidad de ser reconocida por los demás. «Bluma», como la nombraba su familia, comenzó a desdeñar este apodo y, con ello, también los lazos familiares. Después, durante la adolescencia, su incursión en las letras supone el inicio de la desgarradura. El existencialismo, la libertad, la filosofía y la poesía fueron los tópicos de lectura favoritos de la poeta, así como la identificación, que durante toda su vida mantuvo con Antonin Artaud, Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé, Rilke y el surrealismo; reconocimiento por el que ha sido considerada una “poeta maldita”.
Pizarnik se enfrentó al modelo ideal de estudiante durante su estancia en la escuela secundaria, y fue un proceso que derivó en una joven mujer rebelde, estrafalaria y subversiva frente a la imagen del adolescente de los años cincuenta. La concepción de su cuerpo cobró una importancia médica cuando las anfetaminas tomaron importancia en su estilo de vida: su obsesión por el peso corporal inició la progresiva adicción a los fármacos.
A esta anticonvencionalidad y cuestionamiento se suma la pasión, cada vez mayor, por la literatura y, así, la lectora se convirtió también en creadora: hacía circular textos suyos con «el deseo de sobresalir, de triunfar»
Entre 1960 y 1964 Pizarnik vivió en París, donde se desarrolló como traductora y lectora de escritores franceses. Escribió para varias revistas, publicando poemas y críticas en varios diarios. Allí entabló amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz. Además, estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Regresó a Buenos Aires como una poeta madura que, en cierta forma, ya había configurado definitivamente su poética.
La crítica menciona que la fusión entre vida y poesía de Pizarnik alentó las crisis depresivas y los problemas de ansiedad que poseía. Sin embargo, un hecho que marcó su vida fue la muerte de su padre en 1967. Desde este momento, las entradas de sus Diarios se volvieron más sombrías: «Muerte interminable, olvido del lenguaje y pérdida de imágenes. Cómo me gustaría estar lejos de la locura y la muerte (…) La muerte de mi padre hizo mi muerte más real». Durante el año 1968, Pizarnik se mudó junto a su pareja, una fotógrafa, y a estos cambios se sumó también su continua adicción a las pastillas. Su búsqueda para encontrar en Francia un país al cual pertenecer marcó la brecha para su desgaste emocional, «los amigos señalan que, luego de su vuelta de este frustrado viaje, Alejandra inició un lento proceso de clausura progresiva que tendría una primera culminación en el primer intento de suicidio, en 1970». (Cristina Piña)
Durante sus últimos años, Pizarnik publicó varias obras, y el 25 de septiembre de 1972, Pizarnik murió debido a una sobredosis de pastillas de Seconal durante un fin de semana en el cual había salido con permiso del hospital psiquiátrico de Buenos Aires, hospital donde se hallaba internada a consecuencia de su cuadro depresivo y tras dos intentos de suicidio. El día siguiente, «martes 26, el velorio (velatorio) sumamente triste en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores que, prácticamente, se inauguró para velarla».Cuenta su hermana, Myriam. En el pizarrón de su recámara se encontraron los últimos versos de la poetisa: no quiero ir, nada más, que hasta el fondo.
La obra de Alejandra Pizarnik posee un estilo poético, si afirmásemos algo sobre ella, sería una continua pregunta: «Siempre es el mismo interrogante: ¿de qué soy culpable?, ¿por qué este eterno sufrir?, ¿qué hice para recibir tanto golpe duro y malo?». La necesidad de reconocimiento hace mella en Pizarnik, dando pauta a una de muchas ambivalencias que sufrió: «Temo que mis deseos de escribir no sean más que medios para conseguir el fin anhelado éxito, gloria, fe en mí. También pueden ser excusas, ya que no estudio “en serio”, ya que no vivo “en serio”. Puede ser también, que, dada mi escasa facilidad de expresión oral, apele al papel de no atragantarme, para escupir el fuego de mis angustias».
Para Pizarnik escribir no solo representaba el reconocimiento sino, también, la posibilidad de desahogarse, de manifestar esa sensibilidad que poseía. Si bien Pizarnik estaba convencida de que la comunicación oral no era una opción viable para expresarse, encontró en la escritura la manera de transmitir sus sentimientos, evolucionando así del lenguaje poético a un tipo de silencio constructivo-destructivo que permite al lector vivir y revivir la visión interna de la poeta.
La muerte y la infancia es otro de los ejes ambivalentes más importantes en la poesía pizarnikiana: la infancia es la excepción de la realidad, por lo tanto, representa la vida, el paraíso deseado para una poeta que busca reinventar ese periodo que nunca fue satisfactorio: «Yo no sé de la infancia / más que un miedo luminoso / y una mano que me arrastra / a mi otra orilla / Mi infancia y su perfume / a pájaro acariciado». Ensalza la delicadeza del carácter infantil, pero, también, el peligro que la rodea; dentro de ese miedo se encuentra la carencia: «Porque a veces no soy muy mala conmigo, a veces, en medio de aquella desgracia y del anochecer, me digo palabras lentas, cálidas, de una delicadeza que me hace llorar, porque son las que no te dice nadie, los que jamás te dijeron, ni siquiera cuando cabías en la palma de una mano». No solo el deseo de atención y amor envuelve el último fragmento, también la imagen de niña solitaria se muestra más expresiva que nunca.
Toda la poesía de Pizarnik es un diálogo infinito entre ella y todas las que es. Es una voz del yo que está detrás del yo, aun si este se aleja. La búsqueda infinita de lo que se encuentra perdido, una incesante travesía que, incluso hasta el final de sus días, la absorbió en una terrible ambivalencia: el paraíso infantil y la tentación de la muerte, la enajenación absoluta y la vocación amorosa.
Desnudo soñando una noche solar.
He yacido días animales.
El viento y la lluvia me borraron
como a un fuego, como a un poema
escrito en un muro.
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labio muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome
Extraño desacostumbrarme
de la hora en que nací.
Extraño no ejercer más
oficio de recién llegada.
como un poema enterado
del silencio de las cosas
hablas para no verme
Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa.
Partir
en cuerpo y alma
partir.
Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.
He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más formar fila para morir.
He de partir
Pero arremete, ¡viajera!
Canal encuentro, ha realizado a lo largo de los años, varios audiovisuales sobre la obra de Alejandra. Aquí algunos de mis favoritos: